He tenido el placer de entrevistar a la escritora Uva de Aragón para la serie de personalidades cubanas que conocieron la época republicana y salieron al exilio en los primeros años del castrismo. Aquí les copio la entrevista y dejo también el enlace:
Entrevista
a Uva de Aragón / Cubanet / por William Navarrete
“Si alguien me hubiera dicho que iba a vivir 63 años de exilio me habría reído en su cara”
Conocí a Uva de Aragón hace ya varios
años, primero a través de sus escritos en el Diario Las Américas y,
luego, en el acontecer cultural de Miami, una ciudad en la que ha sido, y sigue
siendo, una trabajadora incansable en favor de la cultura cubana como un todo.
Siendo además nieta del gran escritor Alfonso Hernández-Catá y entenada de
Carlos Márquez Sterling, el último presidente electo democráticamente en Cuba, después
de aquellas convulsas y nunca legitimadas elecciones de noviembre de 1958, era
imposible que, como intelectual e investigadora, se desentendiera de un tema
que no tuvimos mucho tiempo de madurar ni de estudiar profundamente: el casi
medio siglo de vida republicana en la Isla.
Uva de Aragón, con ese nombre de reina o
de hada, recorrió durante los quince años que pudo vivir en Cuba los mismos
escenarios que yo cuando ya ella había salido del país con su familia. En el
transcurso de esta entrevista, nos dimos cuenta de que habíamos vivido un mismo
espacio a destiempo, dos escenografías paralelas que diferían en todo lo demás.
Ese mundo, era el de nuestro barrio, siempre el mismo y a la vez diferente: el
de La Copa, en Miramar, en donde la casa de Uva y su familia, se convirtió en
la residencia del embajador de Yugoslavia, con cuya hija jugaba en el cuarto
que había sido el despacho de sus dos padres (Ernesto Rafael de Aragón y Carlos
Márquez Sterling). Ella contemplaba desde su portal a quienes acudían al
Balneario Universitario a donde también fui a bañarme yo, de niño, pero ya
convertido en la escuela de natación Marcelo Salado. Y el sitio a donde iba en
bicicleta, desde su casa, a llorar la muerte de su padre, la piscina natural
del hotel Copacabana, en donde creía oír su respiración en el sonido de las
olas, me bañe yo durante toda mi adolescencia, pero en lugar de la música de
las olas lo que oía era el argot de los muchachos de Buenavista que trepaban el
muro y se colaban en aquel sitio derruido, cuando aún no habían reparado el
hotel, abandonado por muchos años después de que lo nacionalizaran.
Una vez le dije a Uva que había leído una
de sus columnas sobre su primer viaje de regreso a Cuba tras 40 años de exilio.
Lo había hecho mientras me desplazaba en un vagón del metro de París y, por
pudor, tuve que retener las lágrimas que me provocaba la lectura. Ahora pienso
que tal vez, en aquella época, era más susceptible a estos temas o, quizás
(tendría que volver a leerlo), tenía a Cuba más a flor de piel. El caso es que
cuando nos encontramos, por vez primera en Miami, le recordé quién era. Y ella
me respondió que lo sabía porque no se olvidaba tan fácil a alguien que había estado
a punto de llorar en el metro de París por la lectura de uno de sus escritos.
A lo mejor a Uva se le ha olvidado esta
anécdota, pero en mi caso aquella experiencia selló lo que, para mí se
convirtió desde entonces en respeto hacia ella, por la fidelidad y la
constancia con que siempre ha llevado su Cuba a cuestas.
- Como a todos los entrevistados
vamos a comenzar preguntando sobre los orígenes familiares de Uva de Aragón.
¿Qué tan lejos está Cuba en tus genealogías paterna y materna?
Mi padre, Ernesto Rafael de Aragón del
Pozo era médico obstetra e hijo de cubanos que ya estaban establecidos en la
Isla desde el siglo XVIII. Era una familia de profesionales, en la que sus
hermanos y hermanas había estudiado casi todos en la Universidad y se habían
convertido quien, en abogado, quien, en farmacéutico, otro en dentista o, si no,
en docente. No era una familia de la alta burguesía, pero sí bastante
conservadora. Y el caso es como siempre había algún muerto al que honrar el
luto era muy frecuentemente entre sus miembros.
Por parte de Waldina Hernández-Catá, mi
madre, a quien le decían Uva –de la cual heredé el nombre que muy pocas
personas, fuera de mi familia, llevan–, era hija del escritor Alfonso Hernández-Catá,
nacido en el pueblo salmantino de Aldeadávila, en 1885, a su vez hijo de un
militar español y de una cubana, y de Mercedes Galt Escobar ‘Mamá Lila’, como llamábamos
a mi abuela materna, de orígenes camagüeyanos y orientales. Por mi esta
rama, descendíamos de los Jardines y Catá establecidos en el siglo XIX en Sagua
de Tánamo, con historias propias de aquella época en la que no falta un
ancestro fusilado durante la guerra de los Diez Años (1868-1878), migraciones,
azares, hijos naturales, y un largo etcétera de peripecias, que serán
justamente el tema de mi próxima novela.
En esta familia de orígenes diversos,
sobresalía mi tía Sara
Hernández-Catá, nacida en El Havre (Francia) en donde mi abuelo comenzaba
su carrera de diplomático. Fue ella uno de los personajes que más influyó en mi
vida desde la infancia porque fue siempre una mujer muy independiente, liberal
y liberada, exuberante, que decidió no casarse nunca, que en vez de joyas
corrientes y collares de perlas usaba prendas exóticas, que organizaba unas
maravillosas tertulias en su casa, fumaba cigarrillos en una larga boquilla y le
gustaba dormir desnuda.
- ¿Cómo fueron tus primeros pasos
por la vida desde tu nacimiento hasta la primera escolaridad?
Nací el 11 de julio de 1944 en el
hospital Angloamericano del Vedado y viví hasta los 2 años en la calle 23 entre
H e I de ese mismo barrio de La Habana, en donde mi padre siguió conservando su
consulta hasta su muerte. De niña, mi abuela Mercedes (Lila), quien vivía en el
reparto La Sierra con mi tía Sara, me leía muchos libros y, entre ellos, uno de
los primeros fue “Las cien mejores poesías de la lengua castellana”. Desde muy
pequeña mi universo se pobló de escritores y artistas que la familia había
conocido durante los muchos años que vivieron en Madrid, en la Edad de Plata de
la literatura española, de los que ella me hablaba. También me contaba mucho sobre su vida con mi abuelo Alfonso
Hernández-Catá, quien había fallecido trágicamente el 8 de noviembre de 1940 durante
un accidente aéreo cuando el avión en que viajaba de Río de Janeiro a Sao Paulo
chocó, antes poco después de despegar del aeropuerto Santos Dumont, con uno que
sobrevolaba la bahía de Botafogo haciendo acrobacias durante una maniobra
conmemorativa junto a otros de su misma escuadra. Lo terrible fue que mi madre
se encontraba aún en al aeropuerto. En esa época el aeropuerto no tenía torre
de control.
Aquel acontecimiento de gran dramatismo
yo lo veía muy lejano, pero en realidad había ocurrido apenas cuatro años antes
de mi nacimiento. Mi tía Sara se convirtió en el sostén emocional de mi abuela,
y en su casa se realizaban tertulias culturales en que era corriente ver a Fernando
Ortiz, Salvador Bueno, Ernesto Lecuona, Bola de Nieve, Enrique Labrador Ruiz,
Alejo Carpentier (cuando estaba en Cuba), el caricaturista Juan David y muchos
más. Incluso, en esa misma casa conocí a Rómulo Gallegos, quien había llegado
exiliado a La Habana, en 1948, después del golpe de Estado que lo expulsó de la
presidencia de Venezuela. En lo que buscaba dónde alojarse con su esposa y sus
hijos, mi tía Sara los acogió en la casa. De hecho, su novela cubana, titulada La
brizna de paja en el viento, que terminó de escribir en la Isla más tarde,
está dedicada a mi tía Sara y a Raúl Roa.
Tengo muchas anécdotas de todos ellos e
incluso una con Lecuona en que, de vuelta de un viaje a Europa, cuando tenía
seis años, y coincidimos en el mismo vapor, nos tocó a mí y a mi hermana una
pieza. Resulta que mi madre nos acostaba temprano en el camarote, pero una
noche fingimos dormir y nos escapamos para escuchar al Maestro al piano en una
elegante velada en los salones del trasatlántico. Nos escondimos detrás de una cortina,
pero Lecuona nos vio y, sin que lo esperáramos, en lugar de descubrirnos nos preguntó
con disimulo qué pieza querían escuchar aquellas señoritas. Y yo, adelantándome
a mi hermana, le pedí Siboney, que él nos dedicó. Fue mágico escuchar
aquel lamento criollo en medio del Atlántico y la madrugada.
En 1946 nos mudamos para Miramar,
exactamente para La Copa, en la calle 42 entre 1ra y 3ra. En esa casa vivimos
hasta nuestra salida de Cuba.
- Justamente, sobre la vida en aquel
barrio y tus recuerdos quería saber un poco más… ¿Cursaste la enseñanza
primaria allí? ¿Cómo fue ese periodo?
Frente a mi casa había una bodega administrada
por unos chinos y recuerdo que, de niña, cruzaba la calle para ir a comprar
galleticas María. Me daban dos por 1 centavo, y, a veces, según el humor del
chino, me regalaba una extra “de contra”. En la misma acera de mi casa, yendo
hacia el mar, estaba la bodega de Luis, así como la tienda de ropa de una
colombiana llamada Mireya. En la 1ª, una callecita
corta que interrumpía la Calle de la Copa de la acera frente a mi casa, se
encontraba la Quincalla de Fuentes que era un universo maravilloso para mí
porque vendía de todo, libros incluidos, y porque fue allí donde compré, con mi
propio dinero, mis dos primeros libros: La ilustre fregona, una de las
novelas ejemplares de Miguel de Cervantes y una biografía sobre Eugenia de
Montijo.
La enseñanza primaria no la cursé en
Miramar, sino en el colegio Margot Párraga, en la calle 4 entre Calzada y 5ta, en
El Vedado, en donde hoy día se halla la sede del Ballet Folklórico Nacional.
Era una escuela de clases pequeña y nos enseñaban, además de las materias
corrientes, francés, inglés, pintura, música y, sobre todo, ballet. Con los
años he pensado que no fue un colegio apropiado para mí porque se hacía mucho
hincapié en este último, cuyas clases dada Cuca Martínez (hermana de Alicia
Alonso) y, como tenía los pies planos y otros problemas, yo nunca pude
participar. De modo que era un poco el Patico Feo del plantel y mientras
esperaba que mi hermana Lucía terminara las clases de ballet leía
infatigablemente. Tanto leía en esa época que en casa empezaron a llamarme “La
niña escondida”, pues siempre andaba leyendo, escabullida en algún rincón.
Por suerte, en ese colegio había una
profesora española llamada Gloria Santullano que se dio cuenta de mis
capacidades para la literatura y trató de incentivarme elogiando mis
composiciones y haciéndome participar con papeles protagónicos en las piezas
teatrales que montaba.
Debo decir también que el final de la
enseñanza primaria coincidió con el fallecimiento de mi padre quien había
sufrido un infarto en el verano de 1953 y murió en enero de 1954. En esos meses
nuestro hogar cambió mucho, como sucede cuando hay un enfermo crónico. Los
olores, los silencios, las voces sigilosas, el ir y venir de enfermeras y
médicos, me afectaron mucho. Tenía nueve
años cuando murió mi padre y, poco después, una compañera de clases muy querida,
también falleció, esta vez de leucemia. Definitivamente, el Margot Párraga no
podía ser un sitio que me trajera muy buenos recuerdos…
- ¿Cuándo empiezas a escribir y qué
fue lo primero que publicaste?
Precisamente durante la enfermedad de mi
padre, mi tía Sara me trajo un cuaderno y recuerdo que me dijo: “¡Escribe!”. Yo
la obedecí. Mi primer texto fue una noveleta de 17 páginas, una especie de
Cenicienta en versión guajira y feminista. Lo primero que publiqué fue a los 13
años, en febrero de 1958, cuando envié una pequeña crítica mía sobre Impaciencia
del corazón, de Stefan Zweig, a un concurso juvenil que proponía el Diario
de La Marina. Entonces mi trabajo fue escogido y publicado. Estaba tan
feliz que salí corriendo a comprar varios periódicos.
- Tengo entendido que continuaste
tu escolaridad en el colegio Ruston, uno de los mejores de La Habana antes de
1959…
En efecto, mi padre de niño había vivido
en Estados Unidos y hablaba perfectamente inglés. De modo que dejó, antes de
morir, todas las indicaciones para que nos inscribieran a mis hermanas y a mí en
el Ruston, un colegio americano bilingüe, originalmente en El Vedado pero que
estrenó un plantel nuevo precisamente en 1956 el año que yo comencé mis
estudios allí. Cursaba Bachillerato en español y High School en inglés. Hice el
último examen final la mañana que me fui de Cuba
en 1959. Considero que en ese colegio florecí porque la nota no era lo más
importante, sino pensar, debatir, reflexionar en diálogo constante con
profesores y compañeros. Recuerdo que cuando nos portábamos bien la maestra de
inglés nos leía a Edgar Allan Poe, con quien aprendí a escribir cuentos.
Durante esos tres años se me iluminó el mundo y se me ordenó también. Tanto
adelanté y, en tan poco tiempo, que cuando llegué a Estados Unidos pude
terminar mi bachillerato a los 16 años.
- ¿Cómo viviste los años turbulentos
de la década de 1950, a partir del golpe de Estado de Fulgencio Batista y la
inestabilidad política consecuente?
Cuando el golpe de Estado del 10 de marzo
de 1952 recuerdo perfectamente que Raúl, nuestro chofer, llegó a casa más
temprano que nunca y como yo estaba sentada a la mesa de la cocina me dijo que
subiera para anunciarle a mi padre que Batista había acabado de dar un golpe. Entonces
fui a la habitación de mi padre. Recuerdo su sonrisa al verme y el aroma de su
colonia de Guerlain, pero cuando le anuncié la noticia se llevó las manos a la
cabeza y solo exclamó: ¡Pobre Cuba!
Años después de morir mi padre, mi madre
se casó con quien fue un segundo padre para mí y mis hermanas Lucía y Gloria:
Carlos Márquez Sterling. Poco a poco nos fue ganando porque era un hombre
extraordinario. También era un gran intelectual que amaba profundamente a Cuba,
con gran sentido de justicia social, alguien que había luchado mucho desde su
bufete por el reconocimiento de los derechos de los niños ilegítimos, por
ejemplo. Su padre Don Manuel había sido presidente del país en la década del
1930 por muy breve tiempo. Más importante, fue un gran periodista y
diplomático, el cual negoció la abrogación del a Enmienda Platt. Carlos, quien
había presidido la Cámara de Representantes y la Asamblea Constituyente de
1940, era más que un político, un estadista. Intentó buscar una solución para
Cuba que no fuera ni Fulgencio Batista ni Fidel Castro.
Como estaba en la oposición contra
Batista, la policía vino a buscarlo la noche del ataque al Palacio Presidencial
del 13 de marzo de 1957. Argumentando que no tenían una orden de arresto, se
negó a abrir la verja que separaba el atrio de nuestra casa del vestíbulo y a
dejar que se lo llevaran. Al día siguiente supimos que habían encontrado el
cadáver del abogado y político Pelayo Cuervo Navarro, quien también se oponía a
Batista, en El Laguito, en el Reparto Biltmore. Si la policía de Batista se hubiera
llevado a Carlos esa noche, con toda seguridad lo hubieran matado.
Por supuesto, al ser Carlos el candidato de
la oposición en las elecciones presidenciales de noviembre de 1958 quedaba en
la mirilla del nuevo régimen. El 4 de enero de 1959 vinieron a buscarlo a casa
y lo llevaron al despacho del Che Guevara en La Cabaña, quien lo recibió y le
dijo que para protegerlo iban a dejar allí esa noche. De nada valió que él le
dijera que debería estar en su casa protegiendo a su familia. De modo que lo encerraron
en una pieza en la que quedaban cosas que habían pertenecido a gente de Batista
y, entre éstas, una gran caja plateada llena de tabacos. Allí pasó toda la
noche constantemente molestado por los propios guardias que venían a servirse
de los puros. Al día siguiente, cuando pidió hablar con el Che le dijeron que
se había marchado. A ciencia cierta, nadie estaba a cargo del lugar. Entonces Carlos
reconoció entre los hombres sentado en un escritorio a uno que él conocía
porque había militado en el pasado, como él, en el Partido Ortodoxo. Le pidió
un salvoconducto y éste se lo concedió. Así pudo salir de La Cabaña, mientras
afuera lo esperaba mi tía a Sara a quien, por la fuerza de su carácter y mucha determinación,
sus hermanos hacía años llamaban el “General Saro”.
Desde esa noche del 4 de enero nos
pusieron milicianos en nuestra casa que convivieron con nosotros día y noche hasta
el mes de marzo de 1959. Todos estábamos harto de aquella situación hasta que
un día Carlos les convenció para que se
fueran ya con el
argumento de que nosotros no íbamos a atentar contra el gobierno ni a cometer
ninguna acción que mereciera tanta vigilancia y ellos se estaban perdiéndose todos
los autos, casas y puestos que estaban repartiendo.
- ¿Cómo y cuándo se produjo la
salida definitiva de Cuba?
Antes de salir de Cuba, mi hermana Lucía
se casó en el mes de abril de 1959 en la iglesia de San Antonio de Miramar. No
fue una boda muy agradable porque esa misma mañana habían llamado a casa con la
amenaza de que si Carlos Márquez Sterling la entraba a la iglesia al traje de
la novia se le llenaría de sangre. Pero, mi hermana Lucías, que tenía dieciséis
años, insistió que, si no iba de su brazo al altar, no se casaba. De modo que
esa noche los pocos que sabíamos de la amenaza, estábamos aterrorizados, más
pendientes de las puertas de la iglesia que de la ceremonia. Por suerte, no
cumplieron la amenaza porque tal vez no estaría aquí haciendo el cuento.
En esos días Carlos se enteró de que lo
iban a expulsar de la Universidad con un juicio sumario y pruebas falsas que
habían fabricado contra él. Con esos truenos y, a sabiendas de las cosas que
estaban sucediendo, decidimos que se escondiera en un sitio seguro, mientras mi
madre, yo y mi hermana menor salíamos de Cuba.
Nuestra salida fue el 13 de julio de
1959, en un viaje La Habana–Miami-Washington, DC. Carlos permaneció escondido y
cuando supo que ya estábamos en Estados Unidos declaró su asilo político en la
Embajada de Venezuela. Allí estuvo hasta el 26 de julio, en que pudo salir de
la Isla. Y aunque el propio Raúl Roa le dijo que podía salir de la embajada pues
le daban garantías, él no se arriesgó a hacerlo.
Todo este periodo fue de sobresaltos en
sobresaltos. Cuando Carlos llegó a Nueva York tenía un pasaporte que vencía ese
mismo día. El agente de inmigración le comunicó que no podía entrar, pero como
él era abogado y conocía las leyes, le respondió que sí era posible porque el
documento no vencía hasta las 12 de la noche de ese mismo día, y lo dejaron
entrar. Eran otros tiempos…
El resto de la familia – mi abuela Lila,
mi tía Sara y demás – salieron de Cuba un año después rumbo a México. Estando allí,
mi tía Sara se encontró, durante una recepción, a Rómulo Betancourt, entonces
Presidente de Venezuela, y al éste verla allí le preguntó qué hacía en el país
azteca. Entonces ella le respondió: “Lo mismo que tú cuando estabas exiliado en
La Habana”. Entonces Betancourt pidió que la recibieran y que le arreglaran
todos los papeles, a ella y a mi abuela, para que pudieran instalarse en
Caracas. Allí vivieron siempre las dos hasta sus muertes. También en Caracas
tengo enterrados a mis tíos Alfonso y Pepe Hernández-Catá.
- ¿Cómo fueron los primeros años de
exilio en Estados Unidos?
Los primeros años fueron terribles porque
habíamos dejado todo en Cuba y creíamos que íbamos a volver. Si alguien me
hubiera dicho en aquel momento de 1959 que iba a vivir 63 años de exilio me
hubiese reído en su cara. En Cuba había dejado a mi hermana Lucía, recién
casada, mi novio y a mis compañeras de escuela que quería mucho y con quienes
me carteaba constantemente. Me pusieron entonces en un colegio de monjas en
Washington gracias a que mi padre había dejado un seguro en Canadá justamente
para utilizarlo en nuestra educación. Pero yo estaba renuente a quedarme en
Estados Unidos y desaprobaba adrede los exámenes de entrada al colegio del
Sagrado Corazón para que no me admitieran. Pero Mother Mouton, la monja que
dirigía la escuela, se dio cuenta pues ya habían llegado de Cuba mis notas y
recomendaciones de mis maestros del Ruston. Quiso verme sin mis padres, me fue haciendo
una especie de examen oral y sin que yo me diera cuenta comprobó que tenía los
conocimientos pertinentes. Me pidió que me quedara un año y si al fin de ese
término deseaba aún volver a Cuba ella me ayudaría. Nunca tuvimos esa conversación
porque cerraron los colegios privados en La Habana y mis amigas, maestros y
familiares comenzaron a irse del país.
Fue una época también muy enriquecedora
para mí porque Carlos estaba enfrascado en terminar su historia de Cuba, de la
que ya había escrito la parte de la Colonia, que mi madre había logrado sacar
en forma de manuscrito cuando salimos del país, y faltaba la parte de la
República. Entonces empecé a acompañarlo todos los sábados a la Biblioteca del
Congreso en Washington para ayudarlo con sus investigaciones. Creo que fue
cuando más a fondo conocí a mi segundo padre y cuando me inculcó un amor
obsesivo por Cuba, y en especial por la República. También ese primer año escribía
desde Washington una columna para el periódico del Ruston (que todavía no
habían confiscado) contándole a mis compañeras mis experiencias de vida en la
capital norteamericana. En aquella época lo más importante para mí era recibir
cartas de Cuba y el cartero se había convertido en el personaje más esperado de
mi vida.
Recuerdo que empecé a hacer trabajitos
para ganar mi propio dinero y no convertirme en una carga para la familia.
Vendía de puerta a puerta productos de la marca de cosméticos Avon y hasta me
pagué un curso de mecanografía y taquigrafía, por iniciativa propia, y sin que
mis padres me pidieran que hiciera estas cosas.
- ¿En qué momentos te das cuentas de
que el regreso era imposible y qué decides entonces?
Tras la invasión frustrada de bahía de
Cochinos en 1961, nos dimos cuenta de que el regreso a Cuba se alejaba cada vez
más. Entre tanto, Carlos consiguió un trabajo en Nueva York y para allá nos
mudamos. Mi novio, Jorge Clavijo, logró salir de Cuba y nos casamos en Nueva
York en 1962. Como la ciudad no nos gustaba para criar a nuestros hijos, cuando
salí en estado decidimos mudarnos para Silver Spring, Maryland, en las afueras
de Washington. Allí encontramos un apartamento donde vivía mi hermana Lucia con
su familia, en un edificio repleto de cubanos al que llamaban jocosamente
“Pastorita”.
Yo siempre digo que fue en “Pastorita” en
donde empezó realmente mi exilio. Allí conocí una Cuba a la que nunca tuve
acceso en La Habana. Y no lo digo con ningunas ínfulas, sino porque había gente
muy variopinta y porque comenzamos a sentir por primera vez lo que era la
escasez. Mi primera hija, Uva de las Mercedes, nació en ese periodo, el 10 de
diciembre de 1963, y mientras ella dormía yo vendía suscripciones para una
revista, un trabajito con el que ganaba unos 13 dólares al mes para comprarle
la leche.
Siempre dicen que la Revolución lo igualó
todo en Cuba, pero yo añado que el exilio también. Empecé a trabajar cuando la
niña cumplió los 4 meses. Vino mi suegra de Cuba en 1966 a vivir con nosotros
y, mientras tanto, en “Pastorita”, vivíamos como en una beca, haciéndonos
favores unos a otros. Imagínate que mi hermana y yo, nos convertimos un poco en
las alcaldesas de aquel lugar, ya que éramos las únicas que hablábamos inglés y
acompañábamos a todo el mundo en sus gestiones, exámenes para conducir,
rellenado de papeles, etc.
- ¿Y la literatura y las artes?
¿Seguiste interesada durante ese periodo?
Por supuesto. Aunque había empezado el College
tuve que dejarlo en 1969 por el nacimiento de Cristina, mi segunda hija. En
1970, compramos nuestra primera casita en Silver Spring y, cuatro años después,
nos mudamos para Rockville, en donde con unos amigos constituimos el grupo de
Pro-Arte. Allí hacíamos veladas culturales, invitamos a Carmina Bengurría para
que declamara, a la soprano Marta Pérez, montamos piezas de teatro que yo misma
escribía. También en esos años trabajé por los presos políticos cubanos en el
proyecto “Of Human Rights”.
Mi primer libro lo había publicado en las
ediciones Playor de Carlos Alberto Montaner en 1972, se titulaba Eternidad y
estaba prologado por el escritor Eugenio Florit. Luego en 1976 publiqué el
siguiente, Ni verdad, ni mentira, un libro de cuentos.
Viajaba a Nueva York con frecuencia donde
funcionaba el Centro Cultural Cubano en cuyas actividades participaba. Fue la
primera vez que encontré a personas de mi generación con mis mismas inquietudes
literarias. Entre ellos, Iván Acosta, Ileana Fuentes, Omar Torres. Eugenio
Florit, a quien conocí en esa época, me dijo un día que mi prosa era mejor que
mi poesía, cosa que es totalmente cierta. Con todo, en una comida en casa del
escritor Omar Torres, leí un poema mío titulado Biografía interior y cuando terminé, Florit se levantó y muy
solemnemente me besó en la frente y me dijo: “Poeta”. No me lo creí mucho (para
mí una cosa es escribir versos, y otra, muy seria, ser poeta), pero me halagó
porque él era en ese momento el padrino de los escritores exiliados jóvenes nacidos
en la década de 1940.
-
Mencionaste tu labor en “Of Human Rights”. ¿Perteneciste a otros grupos anticastrista?
Como no.
En el “high school” pertenecí a una liga anticomunista y con otros exilados
cubanos marché en Washington en muchas protestas. Una vez frente a la Embajada
Rusa con un frío que pelaba. Años después formé en Silver Spring un “Club
Patriótico.” Le di el nombre de Narciso López porque de niña me había
impresionado mucho que muriera por garrote vil.
En “Of Human Rights” aprendí mucho de Elena Mederos, que había sido feminista
y de la dirección del Lyceum. Pero fue en Miami que estuve más activa, primero
en la organización de los Congresos de Intelectuales Cubanos Disidentes que
comenzaron en París en 1979. Más tarde me sumé a la Junta Patriótica Cubana,
presidida por Tony Varona, un viejo político con fama de brusco por su gran
corazón y amor por Cuba. Finalmente
formé parte de la Unión Liberal Cubana, que fundó Carlos Alberto Montaner, y
fui de las 12 personas que firmaron la Declaración de Madrid de la Plataforma
Democrática Cubana en 1991, un esfuerzo quijotesco de llevar al régimen cubano
a la mesa de negociación. Nada de esto prosperó, aunque no me arrepiento de mis
actividades. Cada momento requiere distintas obligaciones.
- ¿En qué momento decides
establecerte en Miami y por qué?
A mí Miami nunca me atrajo mucho.
Encontraba chabacano aquello de ir a merendar al Versailles y que una camarera
te dijera: “¿Qué te pongo, mi amor?”. Pero a mi esposo se le metió entre ceja y
ceja que en Miami iba a tener éxito económico y, ante tal vaticinio, no pude
negarme a acompañarlo.
Entonces nos mudamos en 1978 y lo primero
que hice fue inscribirme para terminar mis estudios tantas veces interrumpidos,
pues a pesar de que tenía una cultura general bastante vasta me sentía como un
tablero de ajedrez con espacios iluminados y otros grandes huecos negros.
Necesitaba organizar estructuralmente mis conocimientos y todo lo que, de una
forma u otra, había aprendido de manera caótica.
En 1980 me concedieron una Beca Cintas
gracias a la cual pude publicar mi poemario Entre semáforos, cuyo título
debo al escritor Miguel Sales a quien, recién salido del presidio político en
Cuba, le comenté que, por falta de tiempo, escribía manejando, “de semáforo en
semáforo”. Y él enseguida saltó y me dijo: “Ése es el título”. Luego publiqué otro poemario, también en
ediciones Universal, titulado Tus ojos y yo. Toda mi obra de la década
de 1970 y 1980 aparece con mi nombre de casada: Uva A. Clavijo. Como sabes,
luego he publicado muchos más libros e incluso algunos han sido traducidos al
inglés.
- ¿Cuándo comienzas a trabajar en
el Instituto de Investigaciones Cubanas (CRI) de la Universidad Internacional
de la Florida y en qué condiciones?
Este instituto fue creado en 1991 por Lisandro
Pérez en un contexto en que se consideraba necesario emprender investigaciones
con miras al postcastrismo y la transición cubana que todos esperaban tras la
caída del muro de Berlín. Yo había trabajado en el Departamento Relaciones con
la Prensa y, luego, en la misma Universidad como asistenta ejecutiva de
Modestos Maidiques, su rector. Cuando finalmente defendí mi tesis doctoral
sobre la obra de mi abuelo Alfonso Hernández-Catá y obtuve mi Ph.D o doctorado en 1991, busqué otros horizontes
en FIU. Mi idea era entrar de profesora en el Departamento de Lenguas Modernas,
pero no pudo ser…
En 1995 empecé a trabajar en el Instituto de Investigaciones como subdirectora en lo que considero el mejor periodo de mi vida profesional porque estaba en lo que me gustaba y podía desarrollar el amor que siempre tuve por obtener y divulgar información acerca de Cuba. Además, con Lisandro Pérez sentía que tenía a un colega y no a un jefe. Allí trabajé hasta el 2011 en que me jubilé, aunque ya Lisandro no era el director.
- ¿Fue en el seno de este Instituto
que maduraste tu decisión de regresar a Cuba, de visita, 40 años después?
La realidad siempre supera la ficción. La
primera vez que intenté regresar a Cuba, fue por un pedido especial, en 1996.
Te cuento.
En octubre de 1996, me llamó la poetisa
santiaguera Pura del Prado, de la que no tenía noticias desde hacía algún
tiempo, y le comenté que acababa de publicar un libro de poesía y que antes de
que terminara el mes se lo iba a llevar., pero a los tres días Pura murió. Me
había llamado para despedirse. Estando en su funeral, el René, su hijo menor, me
dijo que su madre había pedido ser enterrada, de cuerpo completo, en Cuba y que
él estimaba que yo era la persona indicada para acompañarlo en ese viaje a un
país en el que nunca había estado.
Yo me quedé un poco atónita, y no le di
mucha importancia, pero a los dos días, René volvió a comunicarse conmigo para
decirme que el cuerpo de Pura estaba congelado, esperando por mí para el viaje.
Se lo comenté a Lisandro Pérez quien me dijo que aquello era una locura. Yo
nunca había vuelto a Cuba, René tampoco. Ir en esas condiciones, en un viaje
que iba a ser como la película Guantanamera pero al revés, o sea, de La
Habana a Santiago de Cuba. Así y todo, yo insistí en ir y Lisandro intentó
conseguirme la visa a través de la Universidad de La Habana. No le dije nada a
mi madre, estaba muy nerviosa y el único preparativo que hice para ese supuesto
viaje, fue comprar diez carretes de fotos. Pero me negaron la visa con la
excusa de que yo no era pariente de sangre de Pura. Su hijo me llamó de
Santiago el día que la enterró.
Supe, extraoficialmente, que me habían
negado el permiso porque escribía para el Diario Las Américas, tenía
programa por Radio Martí y era amiga de Carlos Alberto Montaner. Entonces
aquella prohibición de regresar a mi país me indignó tanto que me empeñé en
llevarles la contraria, como suelo hacer siempre. Una cosa es que tú no quieras
o no pienses ir a tu país, pero otra cosa es que te nieguen el derecho de
hacerlo.
- Entonces, ¿conseguiste levantar
la prohibición?
Debo decir que el programa de teníamos en
el CRI incluía visitas de académicos y escritores cubanos que venían invitados
a la Universidad para dar charlas o participar en eventos. Esto fue fundamental
para que yo pudiera desmitificar la imagen que tenía de Cuba como “Imperio del
mal” y, en parte, separar al gobierno del resto del país. Veía que venían
profesionales muy capaces, con muchos conocimientos sobre los temas que
trataban, y eso me permitió ponerles un rostro a todos aquellos que, por
razones diversas, se habían quedado en la Isla. Además, me di cuenta que pese a
las vivencias tan distintas teníamos mucho en común y que podíamos entendernos.
Creo que a ellos les sucedía lo mismo.
Incluso, muchos de ellos se sentían
apenados porque, en mi caso, me prohibían entrar en el país, siendo yo una de
las que trabajaba para tender puentes y lograr invitarlos a ellos. Me decían
que me iban a invitar y yo siempre les respondía que ni perdieran su tiempo. El
caso fue que, después de mucho insistir y de que ellos mismos acudieran a
personas más influyentes, me quitaron el famoso veto, y pude ir tres años
después, en 1999.
- ¿Qué tiempo estuviste y qué
hiciste en esa primera visita?
Fui con mi hermana Lucía y nos pasaron
cosas increíbles, dignas de un país como Cuba, completamente surrealista. Lo
primero que hicimos fui ir a la tumba de mi padre y de mi abuelo Alfonso
Hernández-Catá en el Cementerio Colón. El pariente que nos llevó temía que yo
no supiera dónde estaba la tumba de mi abuelo y se quedó muy sorprendido cuando
supe guiarlo, como si yo hubiese estado en el país, visitando ese sitio,
durante los últimos 40 años. Ese mismo día fuimos a visitar nuestra casa en
Miramar, convertida en embajada de Serbia después del desmembramiento de la
antigua Yugoslavia, pero era sábado, estaba cerrada y no pudimos entrar.
Otro día estuvimos en La Sierra, en casa
de mi abuela y de mi tía Sara, y cuando llegamos había una muchacha joven barriendo
el jardín exterior. Nosotros no sabíamos en qué había parado esa casa, nunca
más habíamos tenido noticia de quiénes la vivieron y cuando mi abuela y tía se
fueron de Cuba dejaron allí a alguien que se llamaba Estrellita, que trabajaba
para ellas. A esa joven le preguntamos si allí vivía Estrellita. Entonces paró
de barrer, nos miró, y salió corriendo y gritando: “Mami, corre, ven, que aquí
están Uvita y Lucía”. De más está que te diga que nos quedamos petrificadas.
Cuando entramos todo estaba en su lugar, los muebles, los libros de los
estantes, los adornos, todo, lo habían cuidado con esmero durante esas cuatro
décadas de ausencia. Incluso cuando regresamos días después nos sirvieron un
flan en los platos de una vajilla preciosa que mi abuela había comprado cuando
su esposo era Embajador de Cuba en Brasil y que ellos solo usaban en ocasiones
muy especiales. A través de los últimos años he regresado muchas veces y los
ocupantes de esa casa se convirtieron en mi familia en La Habana.
En otra ocasión fuimos a la Plaza de
Armas, en La Habana Vieja, donde vendían libros de ocasión, y allí vi uno
titulado Cuba en la mano, impreso en 1940 por la imprenta Ucar, García y
Cia, una especie de Larousse cubano. Cuando lo abrí, no lo creerás, pero lo
hice en la letra A exactamente en la biografía de mi padre Ernesto de Aragón.
Ese mismo día fuimos a La Bodeguita del Medio porque nuestro primo que nos
servía de chofer quería invitarnos a tomar algo. Nos sentamos en la barra y
atraída por una vitrina en que había fotos, me levanté, me dirigí hacia ella y
entre las fotos que exponían había una de los años 1950 en la que figuraba mi
tía Sara Hernández-Catá, junto a Nicolás Guillén y otras personas.
A mí el CRI me había dado varias cartas
para entregarlas a académicos cubanas y una de ellas tenía ls dirección de la
casa en vivíamos cuando mi hermana Lucía y yo nacimos, y en donde mi padre
tenía su consulta, en la calle 23 del Vedado. No habíamos olvidado aquel sitio,
pero sí algunos detalles como una puerta que daba acceso a la oficina de mi
padre, que nos emocionó mucho verla. Además, cuando nos recibió el destinatario
de la carta en ese mismo despacho, las raíces de los árboles habían levantado
el suelo de modo que invadían el espacio. Era como si nuestras propias raíces
no estuvieran recibiendo. Fue tan impresionante todo que mi hermana y yo ni nos
mirábamos por miedo a romper en llanto allí mismo. Es más, ni le dijimos al
señor que aquella había sido la casa de mi padre y su consulta. Nos fuimos
enseguida por pudor a mostrar todo lo que sentíamos.
- ¿Y todo eso en una sola semana?
Y más también, espera. Otro día di una
conferencia en la facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, a
la que asistió Salvador Bueno, que era alguien con quien había tenido
intercambios porque había escrito sobre mi abuelo en sus ensayos. Además, él y
su esposa Ada eran amigos de mi tía Sara, de quien nos hicieron divertidas
anécdotas. Luego nos llevaron a un sitio en la Colina para que Delio Carrera,
el historiador del campus, nos sirviera de guía. Cuando nos preguntó si éramos
las hijas de Uva Hernández-Catá nos dijo que él tenía a mi madre por la mujer
más bella de La Habana, y que la había conocido en los años 1950. Yo pensaba
que todo aquello era pura zalamería para agradarnos, pero resulta que nos contó
que él había estado en nuestra casa, camino del Balneario Universitario, en
donde solía bañarse, y que mi madre le había preparado unos exquisitos
emparedados de jamón y queso estilo croque monsieur francés. Entonces no
me quedó más remedio que creerle porque realmente lo único que mi madre sabía
hacer en la cocina en esa época eran esos famosos emparedados que había
aprendido a preparar durante su estancia en París. Luego, en el exilio, se
convirtió en una excelente cocinara.
También visitamos el colegio Margot
Párraga, aquel lugar de recuerdos no tan gratos, y contradictoriamente fui yo
quien rompió a llorar cuando me vi en el sitio y en la pieza en que había
aprendido a leer, ocupada ya en esa época por la sede del Ballet Folklórico.
Mi hermana y yo nos fuimos turnando
durante todo ese viaje para llorar como magdalenas. Y el colmo de todo fue
cuando Villamil, el chofer que nos llevaba a todas partes, nos condujo a la
playa La Veneciana, después de Guanabo, en donde mi padre había alquilado una
casa de verano los dos últimos años de su vida. Los últimos recuerdos que
teníamos de él antes de enfermarse eran en ese lugar. Por el camino, el chofer
me preguntó si yo hablaba por la radio desde Miami, pues mi voz le era
conocida. Resultó que me había oído por Radio Martí al igual que a otras personalidades
del exilio. Llegamos a La Veneciana y allí encontramos la casa completamente
destartalada y convertida en solar, y entonces las dos magdalenas nos pusimos
de acuerdo para llorar, esta vez, al unísono.
El último día, Villamil quiso llevarnos
por iniciativa propia a un sitio que, con el tiempo y en viajes sucesivos, he visitado
como un ritual la tarde antes de mi partida cada vez que he vuelto a La Habana.
Era el Cristo de Jilma Madera en la orilla este de la bahía. Era el atardecer y
nunca imaginé ver una vista tan linda de esa maravillosa ciudad. Pues desde
allí se puede contemplar solo su perfil y no las llagas de tanto abandono y
desidia, algo que permite soñarla en su conjunto sin entrar en los detalles. Años
después he pensado que La Habana es como mi madre. Al final de la vida, perdió
una pierna. Y aún con el ropón del hospital, amputada y sin maquillaje, siguió
siendo una gran dama y mi madre. La
Habana de la misma forma pese a todo es una gran ciudad y mi ciudad.
- ¿Qué impresión final de todo
aquello después de aquel decisivo reencuentro con tu tierra? ¿No sentiste que
incumplías con la condición de exiliados tuya y de tus propios padres?
A mi segundo padre, Carlos Márquez
Sterling, le debo que me enseñara a separar el gobierno cubano y Cuba, criticar
a uno y amar al otro. Yo sentí, en cada una de esas experiencias, que mi tierra
me reconocía. Vi una ciudad de contrastes en la que todavía quedan cosas
hermosas, aunque en realidad lo malo me impresionó menos que a mi hermana
porque gracias al CRI tenía una visión de la Cuba actual mucho más cercana a la
realidad, ya que la estudiaba a través de películas, reportajes y estudios
recientes.
Por otra parte, decidí seguir viajando a
Cuba, además de que fuera parte de mi trabajo en el CRI, por dos razones
fundamentales. La primera es que daba alivio a personas de allá que necesitaba
de todo. Mi padre era médico y siempre me enseñó a estar cerca de la gente de a
pie. El cobraba bien en su práctica privada pero atendía gratis en el Calixto
García. Recuerdo perfectamente que los pacientes le hacían regalos de todo
tipo. Las señoras objetos costosos, pero las mujeres pobres venían con dulces,
viandas y cosas que estaban a su alcance. Entonces mi padre me mostraba esas
pequeñas cosas y me decía: “Estos son los regalos que cuentan más porque vienen
de personas que se sacrifican para ofrecérmelos”. Quiero con esto decir, sin
que por ello parezca que me echo flores, que siempre he estado con los de
abajo. También lo aprendí de Carlos, y de Martí “Con los pobres de la tierra, /quiero
yo mi suerte echar”. En fin, siempre iba a Cuba cargada de medicinas, ropa,
todo tipo de cosas, desde un filtro para el agua hasta una lima, una rueda para
una bicicleta y globos para una fiesta de quince.
Y la segunda razón de mis viajes fue
porque quise reclamar mi porción de patria literaria como escritora cubana, dar
conferencias de temas que allí no se abordaban. No solo pude publicar y
prologar una selección de cuentos cubanos de mi abuelo, sino que gracias a
Vitalina Alfonso, Ediciones Holguín publicó en 2016 una selección de mis
artículos periodísticos en Diario Las Américas. ¿Te imaginas?, nada más
y nada menos que en el “Diario”, que como sabemos siempre ha sido un periódico
conservador. Si te recuerdas una de las razones que la primera vez me negaron
la entrada a Cuba fue por mis columnas en ese periódico. No sé cómo otros lo
verán, pero para mí eso es una victoria.
Otro ejemplo fue mi conferencia sobre las
mujeres cubanas en el exilio, con esa palabra, “exilio”, que comencé explicando
que no había que tener miedo a las palabras. Allí, por ejemplo, le expliqué al
público quién era Mirta de Perales, una exitosa cubana que había tenido su
propia peluquería en La Habana y que, en el exilio, había triunfado en ese
mismo ramo. Entonces alguien del público me interrumpió y dijo algo como que no
estaba diciendo la exacta realidad. Yo me asusté porque pensé que allí mismo,
alguien afín a la censura del gobierno, iba a darme un mitin de repudio. Pero
resultó que la persona me dijo: “Usted se equivocó porque, en verdad, Mirta de
Perales no tuvo una peluquería en La Habana, sino dos”. Cuba siempre me
sorprenderá…
- Ahora que ha pasado el tiempo y
después de haber estado varias veces en la Isla, ¿qué piensas del futuro?
No voy a hacer predicciones porque me he
equivocado siempre en todas. A pesar de que Cuba ha sido un constante
sufrimiento para mí desde los 12 años no quisiera ser otra cosa que cubana. Me
gustaría pensar que todavía esa isla tiene salvación, pero cada día me pesa más
y no veo cómo ni por dónde pudiera salir a flote. En la vida he tenido muchas
alegrías: mis libros, mi trabajo, mis hermanos, mis hijos y nietos (pronto un bisnieto),
buenos amigos. Y una enorme tristeza que es Cuba, esa herida que no sana.
Desafortunadamente, ya no tengo ilusiones con respecto a ella. Hasta hace unos
años el daño era físico. Hoy en día es de naturaleza antropológica. Me he
pasado la vida soñando una Cuba mejor, pero esa visión actualmente se me nubla,
se me fuga… Y no sabes cuánta tristeza me da reconocerlo.
París/Miami, febrero de 2023.
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